Al son del silencio

Si me preguntan cuál es su palabra favorita, diría que es imposible elegir entre ellas. Ella siempre me dijo que las palabras existen para ser pronunciadas, y que la quietud de la noche la atemoriza.  Tal es así que para su último cumpleaños pidió una radio y desde entonces se ha vuelto casi una solemnidad encenderla luego de la cena familiar, aferrándose a ella como amparo frente a las siguientes 8 horas de mutismo. 

Aquel día te prometí que te contaría sobre su día a día, sobre su cotidianidad, asi que eso haré. Vive con su familia, compuesta por sus padres y sus 5 hermanos mayores, en una ciudad poblada del norte de Italia. Al menos así era hasta hace unas semanas, pero no me quiero adelantar. A pesar de que su habitación era su lugar seguro, su espacio predilecto para pasar el tiempo era el living, ya que contaba con una ventana que daba a la calle, y con ello la entrada a un universo de sonidos y anécdotas. Autos trasladándose de un lugar a otro, niños jugando en la vereda o andando en patines, charlas de todo tipo, e incluso el tren recorriendo las vias. Todos esos sonidos, paradójicamente, le brindaban paz. Si no estaba allí frente a esa ventana, seguramente se encontraba viendo televisión, o hablando horas por teléfono con su mejor amiga, si es que no salían a pasear a la salida del colegio, otro ritual casi sagrado. 

Los domingos eran sus días mas esperados, aunque también mas solitarios, lo que lo convertía al mismo tiempo en una pesadilla. Ese día la familia entera se reunía a almorzar y rememorar anécdotas del pasado. Eso implicaba que ella iba a pasar horas escuchando gente hablar sobre su vida, riéndo, gritando e incluso discutiendo, generalmente sobre política. Y aunque ella no entendiera muchas de las cosas que decían, su cuerpo se llenaba de regocijo y vitalidad con el bullicio de la gente. Pasadas las 15:00 llegaba la hora de que las visitas se despidan y todos en la casa se fueran a descansar un rato. No solo la casa se inundaba de silencio, sino que a su parecer el mundo entero se encontraba de luto. Mirar por la ventana ya no era lo mismo. ¿Qué sentido tenía el asfalto si ningún auto lo recorría? ¿Qué sentido tenía la acera si ningún niño jugaba en ella? ¿Qué sentido tenían las palabras si no eran pronunciadas? En ese momento la nostalgia recorría su cuerpo y sentía un vacio que intentaba llenar con cualquier sonido. Desde un ronquido hasta las agujas del relój, hasta que finalmente se cansaba y recurría nuevamente a aquella radio. 
Sin embargo el día más triste de su vida no llegaría sino hasta hace tres semanas, momento en que le diagnosticaron a su padre una extraña enfermedad cardíaca que, según el médico, fue a causa del estrés. Sus padres decidieron que lo mejor para su salud sería que él renunciara a su trabajo en la ciudad y la familia se mudara a la casa de verano, una cabaña en medio del campo, rodeada de jacintos y amapolas. Con la mudanza ella dejó atrás todas esas experiencias sonoras y se adentró a un universo desconocido. La ventana ya no daba a la calle, ni a los niños. Pero no te alarmes, ayer hablé con ella y me dijo que si bien le está costando adaptarse a la quietud del lugar, está aprendiendo a reemplazar aquellos sonidos por otros nuevos, tales como el canto de los pájaros o el agua fluyendo por el río, y que al final no es tan malo como ella imaginaba. Después de todo la radio sigue en su mesita de luz.

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