Memorias de la naturaleza

 Recuerdo haber leído un libro de niña, Señorita Rumphius, sobre una mujer que tiraba semillas de lupino en el suelo que recorría. Cómo finalmente cultivó un mundo celestial de abundantes campos de flores hace que éste sendero detrás de mi casa me recuerde a su historia. Cómo perduró la belleza de su alma y el legado que dejó en la naturaleza me inspira a perseguir mis pasiones, sabiendo que si soy fiel a mí misma y encuentro la manera de cumplir con mi pequeña parte para hacer del mundo un lugar mejor, entonces mi existencia resistirá la prueba del tiempo. Es posible que la gente no recuerde mi nombre, pero aún puedo ser parte de algo hermoso.


Mientras las ruedas de mi bicicleta se deslizan por la tierra fértil, siento cómo mis sentidos se agudizan poco a poco. A medida que recorro este sendero siento cada vez más cerca el agua bajando por las montañas y una particular fragancia que libera a mi niña interior. Ya lo recordé, son esas flores amarillas que mi madre solía cortar para decorar mi cabello. A la distancia veo los pinos desviar el recorrido que los rayos de sol transitan desde lo alto hasta llegar al suelo, y ese paisaje me invita a seguir mi camino. En uno de los prominentes árboles dejo apoyada mi bicicleta. Creo que me subiré a él. Hace tanto que no lo intento. Desde aquí puedo sentirme un poco menos diminuta. Aunque sólo si miro hacia abajo, pues si miro hacia arriba me encuentro con largos troncos estirándose como si quisieran acariciar el cielo. Es curioso, la naturaleza a veces logra intimidarme y al mismo tiempo me contiene y me abraza con el mismo amor que un padre sabe dar a sus hijos. Este lugar se siente con la calidez de un hogar que te recibe tras un día de invierno. Te recibe para que te encuentres en él y descubras la conexión del todo que trasciende lo conocido. En este momento estoy rodeada de vida, al mismo tiempo que permanezco en mi propia compañía, lo que es muy poderoso pues me permite escapar de la percepción de otras personas y con ello encontrar la verdad sobre cómo me siento conmigo misma. A veces solo quisiera permanecer en esta sintonía por siempre, recostada sobre el pasto o en el tronco que de niña solía usar como mesa para prepararle la merienda a mis muñecas favoritas. 


La altura del árbol me permite ver que más allá hay unas pequeñas flores blancas y sólo pienso en que ojalá sean aquileas, unas flores increíblemente curativas que mi abuela me preparaba en forma de té cuando tenía dolores menstruales. Bajo lentamente del árbol y me acerco a ellas. Sonrío aliviada. Recojo algunas en el canasto de la bicicleta y me decido por volver a casa. De regreso por el sendero percibo una silueta acercarse a la puerta de mi casa. No logro ver muy bien, pero distingo que se trata de una mujer. A pocos metros de llegar una gota de agua cae en mi vestido. Veo a la vecina con un canasto tapado por una tela floreada. Estaba a punto de preguntarle qué era, cuando entra por mi naríz un olor a bizcochuelo de vainilla recién preparado. Está lloviendo. La casa nos recibe justo a tiempo para preparar el té.

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